El hombre, en su situación actual, es una realidad que se distiende en el tiempo. Por eso el amor verdaderamente humano es aquel que está llamado a soportar la distensión temporal, el paso del tiempo, sin marchitarse (aunque no ciertamente sin cambiar, sin adaptarse, como más adelante diremos). Ese trabajo necesario para que el amor soporte la temporalidad sin desfallecer se llama fidelidad. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

El amor de los grandes mitos del amor –Tristán e Isolda, Romeo y Julieta–, ese amor que reclama la unión absoluta de los amantes para ahora mismo, para ya, ese amor que rechaza el discurrir del tiempo y reclama la muerte de los amantes –morir juntos– es un espejismo, una mentira deslumbrante. El amor es signo de lo infinito que vive en el hombre, pero que por ahora, mientras dura esta situación de sometimiento al tiempo y a la muerte que es la vida terrena del hombre, está presente en él de manera sólo incoada e incompleta. Es una semilla de eternidad que en su momento germinará.

La verdadera fidelidad no pretende detener el tiempo, ni eternizar el instante, sino más bien renovarlo siempre, “hacer renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa fidelidad momifica” (Thibon). La fidelidad no es, por tanto, pura inercia, ni mucho menos es pereza o miedo al cambio y a la novedad. Lo ha resumido con extraordinaria profundidad el propio Thibon: “la verdadera fidelidad a una flor no consiste en cortarla para colocarla seca en un herbario, sino en regarla para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad es la que quiere la maduración de su objeto.”

En resumen, como todas las demás cosas de la vida, también el hombre debe trabajar el amor, construirlo –no destruirlo– día a día. El amor verdaderamente humano, ese amor que, aunque eterno, comienza realizándose en el tiempo, es siempre un don, una gracia para la vida del hombre; pero, mientras el hombre permanece bajo el influjo del tiempo, es a la vez una tarea que ha de realizar: “Muchos hombres han tenido la suerte de casarse con la mujer que amaban. Pero tiene mucha más suerte el hombre que ama a la mujer con que se ha casado” (Chesterton). Estas palabras no son simplemente ingeniosas; esconden una realidad muy profunda: al amor hay que cuidarlo, sacarle el brillo, todos los días. Nadie se encargará de hacerlo por nosotros; amar en el tiempo no significa otra cosa que estar amando. El amor aquí abajo no es nunca algo acabado, conseguido, terminado.

La fidelidad no es pura inercia,
ni mucho menos es pereza o miedo al cambio y a la novedad

La brasa oculta en el rescoldo

Esta contrariedad no podrá destruir un matrimonio entre dos personas que sepan en qué consiste amar. Aquellos cuyo amor sí puede ciertamente verse en peligro y posiblemente fracasar, son los que se han dejado deslumbrar por el enamoramiento, y confunden el amor con la luz que nos hace descubrirlo. Esperaban que a partir de ese momento el solo sentimiento haría por ellos, y permanentemente, todo lo que fuera necesario. Cuando esta expectativa no se cumple –y no se cumple nunca– la cuestión se suele resolver en desengaño y recriminaciones mutuas. En realidad el amor, para una persona avisada, no tiene ninguna culpa: él ha cumplido su parte desvelando lo eterno de su alianza y la verdadera riqueza que se esconde detrás de la modesta apariencia de cada uno de los dos. “El amor, como el padrino, hace las promesas; nosotros somos quienes debemos cumplirlas. Nosotros somos los que debemos esforzarnos por hacer que nuestra vida cotidiana concuerde con lo que manifestó aquel destello. Debemos realizar los trabajos de eros cuando eros está ausente… (El amor) necesita esa ayuda” (C. S. Lewis).

Serguéi y Masha, los protagonistas de La novela del matrimonio de Tolstói, se reconcilian después de haber estado a punto de echar a pique su matrimonio. Cuando Masha pregunta a Serguéi su opinión acerca de las razones que les llevaron a esa situación, Serguéi le responde: “La culpa es de nosotros (de los dos)… y del tiempo”. También del tiempo porque –añade– “cada época (de la vida) tiene su amor”, su forma peculiar y adecuada de expresarse. Igual que de la hoguera no permanece la llama sino la brasa oculta en el rescoldo, así el amor humano que resiste al tiempo no es el amor-pasión, sino ese otro que tiene que ver con la voluntad, y que está hecho de ternura, de agradecimiento al otro, de paciencia también y de sacrificio, de esfuerzo. El amor es valioso y extraordinariamente duro como el diamante; pero también como él, frágil, y hay que ponerlo a salvo de los golpes que lo podrían destruir. Cuando se trata al otro así, con la delicadeza de quien se las tiene que ver con algo valioso y hermoso pero frágil, pervive siempre como rescoldo esa convicción de que la vida perdería todo su sentido sin la presencia de la amada o del amado.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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