El amor supone un descubrimiento previo: el de la deslumbrante riqueza de belleza, de bondad –¡de realidad!– que se esconde en el fondo de la persona amada, riqueza que las apariencias a la vez –y parcialmente– ocultan y revelan, y que sólo es accesible a quien ama. El amor tiene en sí algo de desconcertante a los ojos de los demás. Los demás le preguntan, intrigados “¿pero tú que le ves?”. Y el enamorado –o la enamorada– habla, y no para; o mejor, es tanto lo que ve que se siente incapaz de decirlo con palabras y renuncia a cualquier explicación. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

¿Se equivoca quien habla así de la persona amada? No; suele acertar siempre o casi, aunque los demás piensen que se equivoca, exagera o aun delira. Se suele decir que el amor es ciego, pero en realidad es lucidísimo: ve lo que realmente hay en la persona amada. La cuestión está en que sólo quien ama es capaz de verlo (y aunque sólo lo vea en la persona amada, esa misma riqueza existe en los demás). Porque sucede que la riqueza verdadera y profunda de la persona, sólo es accesible a la mirada del amor. No me estoy refiriendo al amor conyugal, sino a cualquier tipo de amor: sirve también para el amor de amistad, sirve también para ese otro amor hacia las personas, que en realidad sólo es posible en la práctica para los creyentes, que entienden y saben que ese fondo de las personas es en realidad divino. Es el resplandor de la imagen de Dios, del amor de Dios por cada uno que se esconde detrás de las apariencias exteriores, incluso de las más materialmente repugnantes. De la Madre Teresa de Calcuta se cuenta que un día cierto personaje, notablemente rico, apareció por uno de los hogares para leprosos que ella había construido para atenderlos. Mientras paseaban por las distintas salas donde se encontraban aquellos pobres enfermos devorados por la lepra, el hombre no pudo reprimir un gesto de horror hacia tanta miseria. Y dirigiéndose a la Madre Teresa, comentó: “Esta labor que hacen usted y las hermanas no tiene precio. Yo no lo haría ni por un millón de dólares”. A lo que la Madre Teresa se limitó a responder: “Nosotras, tampoco”.

Pensemos en el amor de una madre por sus hijos. Cuando una madre habla de sus hijos, quien la escucha y conoce bien al hijo puede pensar que la buena mujer delira, que no tiene ni idea de cómo se comporta en realidad su hijo. Pero no es así. Quizá ella no acabe de tener toda la razón en lo que le cuesta o incluso se niega a admitir –que su hijo tiene que trabajar más, que es un poco golfo, o demasiado amigo de lo ajeno, etc.– pero acierta en lo que afirma. No está viendo visiones ni construyendo afirmaciones con la imaginación cuando habla elogiosamente de su hijo: está diciendo la verdad. El problema es que sólo para ella es accesible esa verdad, porque sólo ella ama de verdad a su hijo. Sólo ella llega al fondo de la verdad que para los demás se oculta detrás de una capa superficial de vulgaridad, de normalidad, que sólo el amor puede traspasar. Muchos vieron aquellas mismas piedras antes que el experto en descubrir minas de diamantes, pero sólo él supo sacar a la luz el valor que ocultaba su vulgar apariencia exterior. La mirada amorosa es la mirada experta en descubrir el verdadero valor de las personas. “Sólo el amor nos permite ver a otro tal como es” (Guardini).

Sólo quien ama es capaz de ver la riqueza verdadera y profunda de la persona

La mirada del corazón

Esto ocurre no sólo con las personas sino también con las cosas. Es una experiencia relativamente frecuente escuchar a gentes sencillas que hablan de realidades muy próximas –su pueblo, su casa natal, su gente, su tierra– dando a entender que son lo mejor del mundo. Un observador supuestamente objetivo pensaría que aquel paisaje o aquella tierra no son mejores ni peores que muchas otras tierras y paisajes de otras latitudes, y atribuiría a cierta estrechez de miras del interesado el hecho de considerarlas únicas en su género. Esa opinión es un juicio desacertado. Tampoco acertaría quien juzgara que esas personas piensan que aquello es lo mejor precisamente porque es suyo y es lo único que tienen. En realidad es más cierto pensar que hablan así de esas cosas sencillamente porque las aman. Es su amor por ellas lo que les hace descubrir esa verdad que a quien mira con despreocupación se le escapa necesariamente: son únicas, las más bellas. Es ese peculiar modo de mirarlas –la mirada amorosa– el que descubre todo el encanto que poseen; que no es invención ni fantasía, sino que está en las cosas mismas. Son lugares, paisajes, objetos, cargados de vida: nombres, recuerdos… Sólo conocemos en profundidad aquello que amamos; la mirada del corazón (toda la persona mirando) completa y profundiza la mirada de la simple inteligencia.

Es el amor –la inteligencia enamorada, la mirada contemplativa– quien nos descubre el misterio del ser, de lo que hay más allá y al otro lado de las apariencias: el deslumbramiento de la realidad, “el rostro escondido de las cosas” (Juan Pablo II). Cabría decir que esas otras dos actitudes que habitualmente impulsan al hombre hacia el conocimiento de la realidad, la admiración y el interés, no son sino formas menores del amor; y que el conocimiento que a través de ellos el hombre se procura puede ser verdadero, pero siempre es incompleto, parcial.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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