En manos de cada uno, por medio de nuestra libertad, está hacer que nuestra vida, nuestra biografía, sea un relato valioso, un texto que se siga con interés. Y no tanto por el carácter épico del contenido, sino por el modo de estar narrado. Hoy los relatos épicos siguen manteniendo su interés, pero la nueva narrativa ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. Porque lo verdaderamente interesante es el hombre, lo interesante es él mismo, su vida, que incluye también a la muerte. Porque ni siquiera la muerte es capaz de quitar el interés a la vida; más bien, al contrario –como veremos más adelante– se lo aumenta. Aliada con la libertad, la finitud confiere pasión, añade interés a la vida, la convierten en una cuestión interesante y no en una trivialidad en la que “vale todo”. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

El drama del relativismo, del “todo vale”, consiste en que entonces, y justamente por eso, resulta cierto que en realidad nada vale; si “todo da lo mismo” entonces ya nada importa, nada es realmente decisivo. Si la disyuntiva a la pregunta ¿qué hago ahora?: me tomo una coca-cola con o sin pelotazo, veo la TV hasta perder el sentido, golpeo a una anciana, me dedico a correr el bulo de que fulanita (o fulanito) es una tal y una cual, si la disyuntiva es indiferente, si la respuesta es “¡qué más da!“, entonces nada vale la pena, todo es una payasada. Pero nadie tiene que decirnos que eso no es en realidad así, porque lo sabemos. La muerte y la libertad confieren a nuestra vida la posibilidad de ser algo valioso; pero la conversión no es automática, sino que cada uno se la ha de proponer.

¿Qué significa aquí proponer? Leyendo un breve relato de Dino Buzzati encontré una explicación a esta cuestión. El relato se titula El colombre, y viene recogido, junto con otros del mismo autor, en un pequeño volumen que lleva por título Los siete mensajeros y otros relatos. Se trata de una narración breve, de tema en apariencia fantástico, pero quizás por eso mismo muy real, porque en la vida del hombre, criatura de Dios, hay un componente de realidad misteriosa. Es la historia de la vida de un hombre. Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, su padre le invita a dar el primer paseo por el mar en su barco. Acodado en la popa, mira ensimismado la estela blanca que el barco traza en el agua. De repente descubre a lo lejos, donde la estela termina, un enorme pez, de aspecto terrible, que va siguiendo al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo.
En un segundo viaje, vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre entiende todo, palidece asustado y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá, escoge a su víctima, y una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima”.
–¿Y no es una leyenda? –pregunta el hijo.
–No –le dice el padre–. Yo nunca lo he visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, enseguida lo he reconocido: ese hocico fiero, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos… Hijo mío, no hay duda, el colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver ahora mismo a tierra, desembarcarás, y nunca más te harás a la mar por ningún motivo… Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Le pide que renuncie, en pro de la seguridad, a una vida valiosa, a una vida libre y audaz (el mar es símbolo de esa vida de amplios horizontes, que sabe de dificultades, de peligros y mil emociones, pero que está llena de grandeza). El resto del relato habla del éxito que este hijo consigue en la vida. A los ojos de todos, es un triunfador. Sólo él sabe que su vida ha sido un fracaso porque en el fondo de su alma sigue presente, como una herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Y un día, ya viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse a aquel gran peligro que había obstaculizado su vida, hacer por fin algo valioso, encararse con aquel terrible animal al que, como había predicho su padre, había visto muchas veces: cada vez que se acercaba a la orilla del mar. En cualquiera de los muchos países del mundo que había visitado, a cierta distancia de la costa, pero visible siempre y sólo para él, encontraba a aquel enorme pez esperándole. Así que, de noche, cogió un arpón, montó en un pequeño bote de remos y se internó solo en el mar. Al poco tiempo, aquel horrible hocico asomó de las aguas, al lado de la barca.
–Aquí me tienes por fin –dijo el hombre–. Ahora es cosa de nosotros dos.
Y reuniendo todas sus fuerzas, levantó el arpón para lanzarlo. Entonces el pez, que ni siquiera había reparado en el gesto amenazador del anciano, comenzó a hablar, quejándose en voz suplicante:
–¡Ah, qué largo camino hasta encontrarte! También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías y huías… porque nunca has comprendido nada.
–¿A qué te refieres? –dijo el hombre picado en su orgullo.
–A que no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto–. Y el gran pez sacó la lengua, sobre la que brillaba una esfera fosforescente. El anciano la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar, que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora ya era demasiado tarde.
–¡Ay de mí! –dijo el hombre meneando tristemente la cabeza porque acababa de entender todo–. ¡Qué horrible malentendido! ¿Cómo ha podido ocurrir? He conseguido desperdiciar mi existencia; y he arruinado también la tuya.
–Adiós, hombre infeliz –respondió el colombre. Y se sumergió en las negras aguas para siempre.

A pesar de su aspecto fantástico, el relato es una parábola esencial acerca de la vida humana. ¿Cuántas veces hemos huido de lo que nos traía la felicidad porque su apariencia no parecía demasiado atractiva? ¿No habremos cambiado seguridad por felicidad, una vida cómoda por una vida lograda? ¿No estaremos renunciando al regalo del gran señor del mar, a la perla preciosa, cuando buscamos la satisfacción inmediata, cuando renunciamos a planteamientos audaces y arriesgados, difíciles quizá pero capaces de convertir la vida del hombre en algo valioso? Estos son, a mi juicio, los interrogantes que plantea el relato.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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