La Antropología en el período de la Modernidad no se libró del influjo del método científico ni de su interés por la certeza más que por la verdad. El resultado son las antropologías reduccionistas. Las respuestas reduccionistas son intentos de reducir la totalidad del ser a lo puramente observable, experimentable, medible, reproducible. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Las Ciencias positivas nacieron con ese presupuesto metodológico de análisis –dividir algo complejo en sus partes integrantes– y síntesis (intentar explicar la totalidad a partir de las propiedades de las partes componentes y de sus interacciones previsibles). El método funcionó a la perfección en el estudio de sistemas físicos sencillos, como ha quedado patente en muchas áreas del conocimiento. La Ciencia moderna puso orden en el mundo del conocimiento e hizo posible una increíble mejora en las condiciones de vida del hombre: sabemos mucho más acerca de todo aquello sobre lo que las ciencias nos pueden enseñar.

Se pensó que todos los fenómenos respondían a esa misma pauta y que el hombre había dado con la clave para conquistar todos los fenómenos de la naturaleza. La Modernidad terminó por establecer el patrón de las ciencias positivas como patrón de conocimiento universal, como vía única de acceso a la realidad; y la racionalidad científico-positiva como única fuente de verdad.

Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones parciales, puramente materialistas de la realidad: el hombre no es más que… Así desde los ingenuos enunciados de Lammetrie –“el hombre no es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”– hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente algo más sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente –y no sólo influenciado– por su entorno sociocultural o económico (Marx), o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.

Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad –porque el hombre no tiene en principio ningún interés en mentirse a sí mismo sobre lo esencial–, pero no la verdad completa. Dejan fuera de su consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad: todo aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que su vida y su comportamiento no sean completamente predecibles. Por supuesto, toda ciencia positiva deja fuera de su campo de acción la investigación acerca de sus propios presupuestos; es incompetente para ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la conciencia personal, de la interioridad más íntima del hombre, ese algo experimentable por cada uno, pero que tan difícil resulta de explicar con criterios puramente positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de antemano para afrontar esa cuestión.

Los reduccionismos encierran una parte de verdad, pero no la verdad completa

Imagen limitada del hombre

Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos de la conciencia con la misma seguridad con que nos habla de los movimientos de los planetas, no da pie para decir que tales fenómenos no existan o que no debamos contar con ellos a la hora de elaborar un conocimiento fiable. No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el espíritu o la libertad radical, por ejemplo, no son más que imaginaciones, fantasías que el hombre crea sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad puedan ser estudiados como se estudian los fenómenos de las ciencias experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas informaciones sobre los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método experimental, pero jamás nos dirán quiénes somos. El hombre tiene un adentro inaccesible para el método científico-positivo, que constituye precisamente su esencia más íntima y diferencial.

“Soy un conglomerado de agua, calcio y moléculas llamado Carl Sagan”. Un científico, incluso insigne, puede pensar lo que quiera sobre sí mismo, incluso algo tan estrambótico como eso; pero no puede invocar ningún título para que en este campo –que ya no es el de la ciencia– su voz tenga más autoridad que la de un economista hablando de astrofísica o la de un cirujano hablando de Historia.

Los reduccionismos dan una imagen limitada del hombre, incompleta. El hombre puede ser estudiado en ciertos aspectos como un objeto, pero nada autoriza por eso a pensar que sea sólo una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la relación de los reduccionismos antropológicos con los intentos de manipulación del hombre, de reducirlo a la categoría de objeto de reacciones controlables, previsibles, tentativas que abarcan desde la ingeniería genética y social hasta la publicidad masiva y obstinada de los grandes grupos de poder político o económico. Quizá no sea casual la simultaneidad con que se han presentado históricamente ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan insistente la pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable, predecible. A pesar de todo ello –la realidad es terca, y la especie humana afortunadamente pródiga en recursos–, el hombre parece haber sobrevivido afortunadamente, al menos por ahora, a todas esas intentonas.

La reducción de toda la verdad a la parte de ella que puede obtener la racionalidad puramente científico-positiva ha entrado en crisis a la vez que la Modernidad. El materialismo, la vieja interpretación del mundo en clave materialista, decae. Entre otras cosas decae porque la materia, y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más impalpable, inasible, más inmaterial si se puede hablar así: el tratamiento de las partículas subatómicas, según la mecánica cuántica, responde al de puras manifestaciones de “fluctuaciones (perturbaciones variables) en un campo cuántico” (Bogdanov).

El materialismo decae, entre otras cosas, porque la materia,
y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más impalpable, inasible

Hacia niveles de complejidad creciente

La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo sorprendente incluso para el científico experto. La investigación sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de deparar un resultado inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000 genes, frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto puede no suponer gran cosa, pero para el experto es un dato importante porque se trata de un número excesivamente reducido de genes, completamente insuficiente para una explicación completa del comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo genético: “un gen, una proteína”. Ese reducido número de genes advierte, por paradójico que resulte, que las cosas no son tan fáciles como se pensaba (Gould). Craig Venter, director de Celera Genomics –una de las dos entidades encargadas del proyecto Genoma humano– ha declarado que, a la luz de los últimos descubrimientos, la idea de que las diferencias genéticas entre personas (o especies) deben explicar la mayor parte de las peculiaridades biológicas y de las propensiones patológicas de cada individuo, se viene abajo: “gran parte de las conclusiones que se habían sacado de los primeros descubrimientos eran erróneas. Ahora resulta claro que no hay relación directa entre los genes y las enfermedades que podamos desarrollar. Hay unas posibilidades estadísticas, pero no un efecto directo de sí o no” (28-VII-2001). Con mayor razón se puede entonces afirmar que el determinismo genético, es decir, la idea de que “todo en el hombre –no sólo en el aspecto biológico, sino también en el espiritual o moral–, está precontenido en los genes”, no se tiene en pie.

Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones científicas. El conocimiento de la realidad material parece abrirse siempre hacia niveles de complejidad creciente, hasta el punto de que el volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de nuestra ignorancia parecen crecer simultánea y casi paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso Frossard, refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones puramente materialistas, apunta: “Es curioso advertir que cuanto más se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas se tornan. Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la combinación de presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de ocupación. Pero cuando se sabe que en realidad se trata de un conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos, constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el misterio cobra proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente aclaradas es cuando más necesidad tienen de una explicación”.

Como escribió Putnam –citado por Llano–, “la idea de que la única comprensión del hombre digna de llamarse así es la reduccionista no tiene ya ningún fundamento, pero no cabe duda de que está todavía muy arraigada en nuestra cultura científica”. Por extraño que pueda parecer, Einstein lo reconoció en su momento con toda lucidez: “la experiencia más bella que tenemos los hombres es el misterio”, experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia ni en oposición a ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, rechazó la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al hacerlo, quizás sin saberlo, renunció a algo verdaderamente importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión de profundidad del horizonte del conocimiento: el hombre “podrá saber siempre más, explicar cada vez más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al misterio” (de Lubac). A su modo, también lo advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber todo con tanta exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

| SIGA LEYENDO… La crisis de la Modernidad