Hemos hablado de la vida como relato o como representación: una historia hasta ahora nunca contada, un alguien que nadie hasta ahora ha sido. Pero esto plantea precisamente la pregunta esencial: ¿quién quiero ser? Lo cual nos remite en directo a la cuestión de la libertad. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Libertad significa autoposesión, y hace referencia al hecho de que la persona tiene en exclusiva la capacidad de decidir por sí misma sobre sí misma, tiene en sus manos los resortes de su propia vida. Las decisiones esenciales de su vida las toma él, y nadie más. Puedo querer lo que quieren o me aconsejan los demás, puedo hacer mías sus ideas o sus valores, pero lo que nunca podrá ocurrir es que otro quiera por mí. Lo característico de la libertad es que nadie puede ser yo en mi lugar. Nadie puede querer (algo o a alguien) por mí, ni decidir por mí. La persona libre es insustituible, irreemplazable. La libertad marca una frontera, un límite inabatible: sólo yo puedo ser yo.

Esto hace referencia a dos aspectos diferentes de la libertad, aunque complementarios, que se reclaman mutuamente: la libertad-de y la libertad-para. La primera es la facultad de hacer o no hacer una acción determinada entre el haz de posibilidades que se presentan: la libertad de elección. Se trata de un sentido verdadero y real de la libertad, pero parcial porque no agota todo el sentido de la libertad: la libertad no es sólo eso. Ese es el tipo de libertad que exaltó el liberalismo en el siglo pasado, y que sigue fascinando a muchos desde la aparición del libro de Stuart Mill, Sobre la libertad.

Cuando Stuart Mill escribe ese texto –año 1859– la libertad era rara avis incluso en la vida de las sociedades occidentales. Esa concepción de la libertad tiene todas las ventajas y todas las desventajas del liberalismo. El liberalismo es la mejor de las doctrinas sólo cuando su ejercicio se sustenta en una idea adecuada de la dignidad de cada hombre, cuando se cuenta previamente con un proyecto vital, tal como ocurría en la sociedad norteamericana de entonces, fuertemente influenciada todavía por el trasfondo netamente religioso de las ideas que conformaron el nacimiento de los Estados Unidos como nación. Porque la debilidad del liberalismo puro es precisamente ésta: que se basa en valores que él mismo no promueve. El ejercicio del liberalismo presupone una idea valiosa del hombre, que sólo se puede ejercer en libertad. Pero si desaparece ese proyecto y la libertad de elegir se queda sola, si no hay un destino, un para qué, la misma libertad pierde su sentido. El individualismo liberal termina por generar a menudo conductas antisociales; pero falto de medios para prevenirlas o corregirlas por su incapacidad para generar proyectos, se limita a reprimirlas.

Si la libertad de elegir se queda sola, si no hay un destino, un para qué,
la misma libertad pierde su sentido

Libertad sin proyecto, libertad frustrada

La libertad hace referencia directa y necesaria a la realización de un proyecto personal: ser yo mismo. Soy libre para ser quien quiero ser, y no otro. Ser libre significa poder convertir la vida en elaboración de un proyecto personal en el que el hombre se reconozca de manera inequívoca en sus obras, de modo que al contemplar su vida –como quien mira un espejo– y ver la imagen reflejada, pueda decir: sí, éste soy yo.

Una libertad sin proyecto es una libertad frustrada, inútil, empobrecida. Pretender agotar el sentido de la libertad en la mera elección, entenderla como la sola y pura capacidad de elegir, sin referencia ni vinculación a nada ni a nadie, tendría tan poco sentido como querer encontrar utilidad a una bicicleta pedaleando en el aire, o a un coche haciendo funcionar el motor en punto muerto. Cuando la libertad se afirma como un absoluto, sin otra referencia que el azar o el capricho del momento, sin relación con la elaboración de un proyecto, con la posibilidad de alcanzar una meta o un destino (ella misma es el proyecto), lo que sobreviene es el sinsentido. Si lo importante del comer no es el alimento sino el tenedor, no hay que ser profeta para predecir que el sujeto se morirá de hambre; quizás, sí, rodeado de todo un cargamento de tenedores.

La vida digna del hombre es un proyecto realizado en libertad. Pero el liberalismo no genera proyectos sino sólo libertad, por eso como doctrina social es insuficiente: es capaz de fabricar tenedores, cucharas y cuchillos, pero ni cría corderos ni siembra trigo. La situación actual ilustra suficientemente sobre lo insatisfactorio de esta noción de la libertad entendida como pura espontaneidad sin referencia más allá de ella misma: el proyecto –el sentido– hace tiempo que quedó abandonado en el camino y no hay más que libertad.

La libertad hace referencia directa y necesaria a la realización de
un proyecto personal: ser yo mismo

Divorcio entre libertad y verdad

Supongamos, en pura hipótesis, la existencia de un animal que fuera capaz de decidir en cada acto la posibilidad de seguir o no los dictados del instinto. Si la libertad consistiera solamente –como afirma la doctrina liberal– en la pura posibilidad de elegir, ese animal sería libre; se daría entonces la paradoja de que semejante animal estaría en franca inferioridad respecto al animal que se rige siempre por el instinto porque entonces su comportamiento libre, al destruir el automatismo del instinto –que en el reino animal es un mecanismo perfecto de autodefensa–, lo haría quedar en franca desventaja. La libertad sería así un serio inconveniente para él. Si la libertad consistiera en hacer lo que le apetece en cada momento, nunca llegaría más allá de donde alcanza el comportamiento instintivo, y la mayor parte de las veces se quedaría muy por debajo de esa cota de eficacia. Ese animal libre sería más vulnerable que sus congéneres instintivos frente a las dificultades del medio, y su futuro estaría en entredicho. El animal caprichoso sería inviable, no competitivo.

Pensemos ahora en el hombre. Su bagaje instintivo es muy escaso. Su defensa, su supervivencia, no está confiada sustancialmente al instinto sino a la inteligencia, tanto teórica como sobre todo práctica. La eficiencia en el hombre no consiste tanto en actuar instintiva cuanto inteligentemente, actuar desde una comprensión global de lo que es razonable y conveniente con vistas a lo que quiero ser –a quién quiero ser– y elaborar estrategias de acción adecuadas. Actuar libremente consiste en obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace, es decir, dando un sentido a la vida tal que la persona se reconoce en la vida que está viviendo, en su biografía: verdaderamente éste soy yo, mis actos me dibujan perfectamente (como en esos pasatiempos infantiles: “una usted con una línea los puntos y diga usted qué ve”). El primer significado, vivido como si la libertad fuera sólo indefinición, indeterminación, pura capacidad de elección (choice), ha sido predicado y difundido por la cultura oficial desde la segunda mitad del siglo pasado como el más genuino y auténtico de la libertad. Los resultados de ese divorcio entre libertad y verdad, entre libertad y proyecto, a la vista están: esa patología de la personalidad consistente en una especie de avaricia de libertad que genera personalidades enfermas de indecisión, que no eligen o que realizan elecciones efímeras, intrascendentes, hechas al azar del momento, del reclamo actual del apetito, de la seducción irreflexiva del instante; personas que no se comprometen porque “no quieren desprenderse de su libertad”.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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