Todo amor viene precedido del deslumbramiento, consecuente al descubrimiento de la riqueza del tú. En el caso del amor entre varón y mujer ese deslumbramiento es el enamoramiento, al que Salinas se refiere con una imagen muy precisa –“conocerse es el relámpago”–, porque aunque preparado y presentido con anterioridad, se desencadena instantáneamente. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

No solamente la persona amada, sino toda la vida y toda la realidad queda transfigurada y embellecida por ese descubrimiento de que amo, de que alguien es más importante para mí que yo mismo; y ese sentimiento transfigurador sube de tono cuando se trata de un amor correspondido, cuando se descubre que yo soy también amado, que soy esencial para alguien, y ese alguien es precisamente aquella (o aquel) por quien estaría dispuesto a darlo todo.

En toda experiencia del amor se vislumbra una aspiración de perennidad, de eternidad. Por eso G. Marcel ha podido decir: “Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”. Thibon es igualmente expresivo cuando escribe: “En la hora suprema del amor, te amo como si me fuera a morir. Porque el amor nos eleva por encima del tiempo y de las sombras que lo habitan. El amor es «fuerte como la muerte», aquello por lo que el hombre se eterniza. Por eso el que ha amado de veras ya no teme la muerte; vive en paz porque siente ese parentesco misterioso que liga las dos fuerzas que rigen nuestro destino: puesto que el amor es muerte, también la muerte tiene que ser amor”.

El amor como realidad en sí, la persona amada como realidad en sí; pero a la vez, ese “amor eterno, único, verdadero”, irrealizable plenamente en este mundo, ¿no será también un símbolo que nos remite a algo que está más allá y que entrevemos como nuestro, como ese alguien a quien de verdad deseamos, y que sólo más tarde descubrimos que en realidad es Alguien que nos ama y que nos llama? Esa es la manera con que Dios habla de sí mismo cuando se nos revela: “Dios es Amor”, dice San Juan en una de sus Cartas. No sólo el Amado por antonomasia, sino la fuente misma y la razón de todo amor, presente de algún modo en todo amor verdadero, que nos revela así su realidad más profunda: el amor como pregustación incoada de Dios.

En toda experiencia del amor se vislumbra una aspiración de perennidad,
de eternidad

Un atisbo de lo que la persona es

El amor es un signo de que el hombre está hecho para la eternidad, un atisbo de lo que la persona es, de ese fondo diríamos divino que se esconde en cada cual, un atisbo de lo que el hombre está llamado a ser pero aún no es, de lo eterno que vive incoada y limitadamente en él, en su actual situación temporal. Es evidente la luz que nos deslumbra en el amor, pero esa luz no procede del amado, no tiene la fuente en su persona: es un reflejo de la luz eterna en la persona amada.

Eso no significa que el amor sea eterno en sí mismo, de manera que dejado a su libre espontaneidad, sin aportación activa de los amantes, se conserve indefinidamente. La experiencia ordinaria atestigua demasiado frecuentemente que, de hecho, esto no es así: “el amor erótico, que promete eternidad, curiosamente es el que más pronto se degrada. La broma siniestra consiste en que siempre este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero; es notorio que se trata del más mortal de nuestros amores” (C. S. Lewis); y Chesterton, en clave de humor, repite la misma verdad: “El amor es eterno, pero sólo por un mes”.

En Retorno a Brideshead, Waugh describe esta situación de fracaso del amor: “Me sentí como el marido que, después de cuatro años de matrimonio, se da cuenta de repente de que ya no siente deseo, ternura ni aprecio por la mujer que una vez amó; ningún placer en su compañía, ningún interés en gustarle, ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar; ninguna esperanza de que las cosas se arreglaran, ningún sentimiento de culpa por el desastre. La conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura”.

Naturalmente todo el mundo al principio piensa que eso no va con uno, que esa situación no le afecta y que su caso es distinto; es importante reconocer cuanto antes que eso va con todos. Steinbeck, en Los caballeros del Rey Arturo, describe una conversación entre el jovencísimo rey Arturo, todavía un adolescente, y su preceptor, el sabio mago Merlín, en la que Arturo le consulta sobre la elección de esposa. Merlín le contesta:
–¿Hay alguna dama que te agrade más que las demás?
–Sí, dijo Arturo. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde.
–¿Y si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido? (Efectivamente, más tarde Ginebra se enamora de Lanzarote, aunque las versiones acerca de lo que ocurrió son diferentes).
–No te creería –respondió Arturo.
–Claro que no –dijo Merlín con tristeza–. Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno, las leyes del destino son canceladas por el amor.

Existe en cada uno esa tendencia a pensar que nuestro caso es distinto, que la estadística no habla de nosotros, que la experiencia general no nos afecta personalmente. Se olvida, sin duda, que los datos estadísticos se elaboran con personas que piensan eso mismo. Sería una simpleza y una seria imprudencia sentirse un Aquiles invulnerable y pensar que esa desgracia ocurre sólo a los demás.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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