Es una ley natural que el tiempo cura algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la “caducidad de nuestras emociones”. Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas ganas de vivir.
JUTTA BURGGRAF

Un determinado estado psíquico, por intenso que sea, no puede convertirse de ordinario en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.

La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en borrón y cuenta nueva. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.

Hace falta purificar la memoria. Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.

Renunciar a la venganza

Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros –sobre sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial– que un día una enfermera se acercó a él y le pidió que la siguiera. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de las SS que estaba muriéndose. Este oficial le contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y de cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa y la habían quemado; todos murieron. “Sé que es horrible –dijo el oficial–. Durante las largas noches en las que estoy esperando mi muerte siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón.” Wiesenthal concluye su relato diciendo: “De pronto comprendí, y sin decir una sola palabra, salí de la habitación”. Otro judío añade: “No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno”.

Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. “Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño” es uno de sus lemas. Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos gurús asiáticos que viven solitarios en su magnanimidad. No se dignan a mirar siquiera a quienes absuelven sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del pulgón.

El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca de los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido.

Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón;
falta la ofensa, y falta el ofendido

Mirar al agresor en su dignidad personal

El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza; cuando no habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.

El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos lo da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres. Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás”. Cada persona está por encima de sus peores errores.

El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.

Al perdonar, decimos a alguien: “No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor”. Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

Jutta Burggraf, doctora en Psicopedagogía por la Universidad de Colonia y doctora en Teología por la Universidad de Navarra.