Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión puramente teórica sino, al contrario, eminentemente práctica. Ser significa también, aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque ser y hacer son conceptos interdependientes, esencialmente correlativos. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Precisamente por el hecho de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir resulta profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la Historia no es indiferente para la Antropología, y la pregunta por el hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene ahora resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos –y particularmente el siglo XX–, que han vivido el extraordinario despliegue práctico de las posibilidades del hombre y provocado una aceleración increíble del ritmo de la historia.

El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos cuatro siglos –el período de la Modernidad–, ha sido el denominado “proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con anterioridad, es en el siglo XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se asienta sobre tres fundamentos:

1. Frente al anterior orden del pensamiento como búsqueda de la verdad, la Modernidad emprende la vía del conocimiento práctico, y entiende el saber como búsqueda de la utilidad, del saber cómo (know how). Ya no se trata del saber como sabiduría, sino como saber hacer, saber construir y reconstruir. Entender el mundo ya no es comprenderlo, sino saber cómo funciona y así utilizarlo en nuestro provecho. El modelo ideal del conocimiento es el de las Ciencias –inicialmente las Matemáticas y la Física, a las que más tarde se sumaron la Química y la Biología–, hasta el punto de que la Modernidad acaba haciendo de la racionalidad científico-positiva la única fuente de verdad. En realidad lo correcto sería decir que sólo ellas –con su atención a lo experimentable, mensurable y repetible– son fuente de certeza demostrativa; pero precisamente la Modernidad, desde Descartes, tiende a confundir ambos conceptos.
Esa confusión ha tenido consecuencias insospechadamente importantes, hasta el punto de que lo científico terminó por convertirse a lo largo del período de la Modernidad en el paradigma de lo verdadero. La única verdad acabó siendo aquella que la Ciencia proporciona; todo lo demás –el pensamiento que se resiste a aceptar la reducción positivista– es especulación; más o menos ilustrada, más o menos interesante, pero siempre incapaz de proporcionar los criterios de certeza que proporciona la ciencia a sus conclusiones.

2. Una confianza absoluta en el poder de la razón como motor de la historia, que es entendida como un proceso de mejora continua, necesaria e ilimitada: el Progreso. La razón guiará a la humanidad, iluminándola por medio de la instrucción, de la educación, hacia una vía de mejoría creciente en todos los órdenes. El programa Ilustrado no es solamente un programa científico-cultural y social, sino global, en el sentido de que termina por ser también un intento de redención del hombre por el hombre, un proceso de salvación que le libere de todos los males que le afligen: un programa de mejoramiento radical del hombre mismo. El problema de la maldad del hombre es para la Ilustración un problema de ignorancia, de cultura: a medida que el hombre sepa más, no sólo podrá vivir mejor, sino que será mejor, más bueno. El proyecto apunta toda una visión decididamente optimista y positiva del futuro del hombre: por el hecho de ser futuro, inevitablemente será mejor.

3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen. Esto tiene, como todo, su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII va creciendo en algunos espíritus la desconfianza en la capacidad de la Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad al proyecto político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma luterana y las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación de la unidad católica y se encienden las disputas. Las guerras de religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la impresión de que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se impone la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el nuevo orden social, un fundamento válido para todos con independencia de su fe religiosa: etsi Deus non daretur (Grocio), como si Dios no existiera.

Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto metodológico; los siglos XVI y XVII son siglos profundamente cristianos, y los grandes protagonistas del proyecto Ilustrado –Galileo, Descartes, Copérnico, Newton…– son sinceros y aun fervientes creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que –en su opinión– el nuevo orden parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como el antiguo con Él, comienza a abrirse paso en ellos la idea de si esa ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una ficción metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea el mundo pero después lo pone completamente en manos del hombre hasta el punto de desentenderse en la práctica de él, se pasa a la sospecha de Dios, y posteriormente a considerar su existencia como una hipótesis innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su Système de la Nature –un tratado explicativo de los más variados fenómenos naturales según las ideas de la mecánica de Newton–, a la pregunta del emperador sobre el puesto que ocupa Dios en su teoría, Laplace contesta con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que no podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería ridículo hacerlo. Dios es algo más profundo y necesario que todo eso, el fundamento mismo de la realidad, condición de posibilidad previa a cualquier axioma (Artigas).

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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