Vivir es aprender a hacer un uso lúcido y consciente de nuestra libertad. Para ello es condición previa una decisión: la de elegir la vida que se desea llevar, la de tener una vida propia, personal. Vivir es tener una historia que contar, y contarla: la vida humana tiene estructura argumental. Y siguiendo con la analogía de la vida como relato, habría que resaltar la importancia del estilo, del modo de contar la historia. El estilo es muy importante en una narración. No basta que el asunto sea interesante: hace falta que al lector también se lo parezca. Por eso, vivir es contar con estilo la historia personal. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

El estilo es cierta elegancia en la expresión que confiere un evidente atractivo formal a la narración. Es difícil de conseguir, y aunque se adquiere mediante el esfuerzo paciente –nadie nace con el estilo aprendido–, tiene que ver más con la naturalidad que con la sofisticación y la artificiosidad. El estilo es un instrumento de la creación artística.

El acto creativo en cualquiera de las artes provoca una transformación, una transfiguración de la realidad; o quizá mejor sería decir que por medio de él, se descubre en las cosas la fulguración de un mundo nuevo y distinto en el que no cabe el aburrimiento sino la novedad exaltante. “Entre el ciprés que tengo a lo lejos y el ciprés pintado por Van Gogh está Van Gogh, que se convierte en la condición de posibilidad de una bella ocurrencia”, de la irrupción imprevista de una novedad hermosa (Marina). Vivir creativamente consiste en hacer que nuestra vida tenga gracia. La gracia es lo contrario de lo vulgar, de lo repetitivo, de lo mecánico, y radica no en las cosas sino en la persona, no en las obras en sí sino en el agente. Es distinta también de la simple originalidad. El creativo es original, pero para él la originalidad no es un fin en sí mismo sino una forma nueva de resolver un problema. La originalidad por la originalidad es propia del excéntrico, que busca por encima de todo llamar la atención.

Vivir creativamente es hacer posible que en medio de lo rutinario y banal ocurra una novedad hermosa: que mi vida haga posible que algo bello ocurra. Pero “¿qué hay que entender por bello? Desde luego, algo más que la obra de arte como tal: reconozco su fulgor en otras cosas. En la vida diaria, en el modo elegante de hacer una tarea simple, en las formas del amor verdadero, en los modos de suscitar la alegría, en la realización de la justicia, en el esplendor de la generosidad, en la conducta animosa, en la veneración por la verdad, en un gesto de ternura o de abnegación. La belleza se da cada vez que conseguimos elevar el estilo inventando en la realidad promesas de felicidad. Se trata de expulsar a los vampiros y remontar el caedizo espíritu de la pesadez, el aburrimiento, el desdén, el nihilismo, la perversidad, la bajeza” (Marina).

El creativo es original, pero para él la originalidad no es un fin en sí mismo sino una forma nueva de resolver un problema

El arte de lo esencial

Hoy abunda una literatura excesiva que procura transmitir la impresión, particularmente a los más jóvenes, de que la vida es fácil; y vivir, un objetivo que no precisa de ningún aprendizaje especial, algo trivial. Pero eso está lejos de ser cierto. La experiencia demuestra que quien se limita a ir dejando caer los días como hojas desprendidas del calendario, como si su vida no fuera con él, advierte al cabo su lamentable estado de desnudez personal, de pobreza sustancial. Son personas a las que nunca les parece que ha llegado el momento de tomar las riendas de su vida, de hacer algo valioso por cuenta propia; siempre dicen después para quizá terminar descubriendo un día que en realidad han estado diciendo nunca; gentes que en medio de la corriente del tiempo más que vivir parecen dedicarse a sobrevivir pasivamente, como si la vida consistiera más en dejar pasar el tiempo que en alcanzar un destino. Vivir no consiste simplemente en vagar sin meta de acá para allá, al azar de lo que ocurra, gustando de lo que nos sale al paso sin más. Vivir es aceptar el reto de construirse a sí mismo, de darse un rostro y un nombre propios.

La técnica de vivir la aprendemos de otras personas. Pero entre los que enseñan, unos repiten teorías, dan lecciones. Algún valor tienen, sin duda; pero muy escaso en lo que se refiere a las cuestiones fundamentales: los manuales, aunque nos enseñan cosas muy útiles, no nos enseñan ese arte de lo esencial en que consiste vivir. En ese sentido, contiene una profunda razón ese adagio oriental: “sólo se enseña lo que no vale la pena ser aprendido”. Para aprender a vivir de poco sirven las técnicas y los manuales: se necesitan maestros, personas cuya existencia sea un libro abierto donde aprender. Y entrar en conversación con ellos: saber ver, saber escuchar (Gª-Morato). Por esta tarea no se nos concede ningún grado académico, ningún título que añadir al currículum, ni resulta de ello una mejoría de nuestra cuenta de resultados; en el arte de vivir uno se gradúa –son palabras de Merton– “alzándose de entre los muertos”, no conformándose a la rutina, al aburrimiento, al sueño, a la apatía: “sólo la diligencia –ese amor no perezoso– nos salva de la muerte” (Marina). El premio que se alcanza es el de poder contarnos entre los vivos y no en el registro de los zombies, de los cadáveres ambulantes.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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