Dijimos ya anteriormente, citando a Ballesteros, que el hombre es un ser de memoria y proyecto. Ser de memoria no significa la materialidad misma de que el hombre pueda evocar las imágenes de su pasado (aparte de que el hombre no recuerda su vida, su pasado, como recuerda la lista de los reyes godos que aprendió en su infancia). Ser de memoria significa que el pasado no ha dejado de existir, no se ha evaporado sin dejar rastro, no es algo clausurado y olvidado, sino algo que de algún modo gravita en el presente, lo condiciona y lo configura; de un modo real, en el hoy del hombre está presente su pasado. El tiempo del hombre es acumulativo. De ahí que la contraposición dialéctica entre tradición y progreso (la disyuntiva: tradición o progreso) sea falsa. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Tradición y progreso se implican y se reconocen mutuamente en el concepto de cultura. Cultura tiene la misma raíz etimológica que culto y que cultivo: la palabra latina cultus, que significa dedicación cuidadosa a una tarea. De ahí que cultura sea aquello a lo que el hombre se ha dedicado preferentemente, la cosecha de su propia historia, el grano sin paja, lo valioso acumulado de su experiencia. La cultura es el contenido esencial de la tradición (del latín tradere, entregar), el legado que una generación entrega como dote a la siguiente: su tesoro, su fortuna. El hombre necesita de la tradición para no empezar de cero en cada generación; el hombre es lo que es, el hombre progresa, precisamente porque es cultural. Ser cultural significa ser de tradición, apoyarse en la tradición, en la valiosa experiencia heredada de nuestros mejores predecesores. El progreso no está reñido con la tradición, sino que más bien la necesita. Caben posturas radicales, formas poco equilibradas de entender el tiempo, en las que la profunda conexión entre esos dos conceptos se rompe: el tradicionalismo entendido como nostalgia radical del pasado, aquel “cualquier tiempo pasado fue mejor” del poeta castellano; o el progresismo, en el que se entiende el futuro como ruptura total con el pasado, como renuncia expresa del hombre a sus propias fuentes.

También en la vida de cada persona se da esa relación indisoluble entre pasado, presente y futuro, ese equilibrio entre tradición y progreso. Todo aquello que hemos vivido permanece en nosotros de dos maneras. Una primera, como anotaciones en el registro vivo de la memoria; la memoria es el tiempo acumulado del hombre, que se puede expandir, revisar, revivir y volver a guardar. El hombre es también su remordimiento, su dolor, su nostalgia, su alegría, el sufrimiento por su vida malperdida, la serenidad por su vida lograda… Todo eso es también el hombre.

La cultura es el contenido esencial de la tradición,
el legado que una generación entrega como dote a la siguiente: su tesoro

Fruto y resultado del pasado

Una segunda manera, menos evidente a primera vista pero igualmente real, es entender que mi ser personal actual –es decir, yo mismo tal como soy– es el registro más preciso y certero de mi biografía. Lo que soy ahora es fruto y resultado de todo mi pasado: soy todo lo que he sido. Somos también, como consecuencia, resultado de las posibilidades descartadas, de todo aquello que pudimos ser y no quisimos, eso que a veces suscita en el hombre la nostalgia:

Hay eco de pisadas en la memoria
por el pasadizo que no tomamos,
la puerta que nunca abrimos.

(Eliot)

Esa forma de condensación del pasado en el presente es lo que expresa Pessoa con tanta fuerza:

Sí, soy yo, yo mismo, tal cual he resultado de todo (…).
Cuanto fui, cuanto no fui, todo eso soy.
Cuanto quise, cuanto no quise, todo eso me forma.
Cuanto amé o dejé de amar es en mí la misma saudade.
Y al mismo tiempo la impresión un tanto lejana,
como de sueño que se quiere recordar
en la penumbra a la que despertamos,
de que hay en mí algo mejor que yo.

(F. Pessoa)

Por ello podemos decir que el pasado, paradójicamente, nunca acaba de pasar. No se puede cortar con él; renunciar a él sería renunciar a la propia identidad: el resultado de ese olvido total, de esa cisura con el pasado no sería tanto el no saber quién soy sino ser nadie. Proust lo expresa certera y admirablemente en el primer tomo de En busca del tiempo perdido cuando, al evocar ciertos despertares de la infancia, escribe: “al despertarme, en el primer momento, como no sabía dónde me encontraba, tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y me hallaba en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada”.

El pasado nunca acaba de pasar; renunciar a él sería renunciar a la propia identidad

Vivir adecuadamente el presente

A la vez, el hombre es ser de proyecto, no en el sentido de que esté simplemente abierto al futuro –esto sería una obviedad– sino que no sabe vivir sin planear, sin buscar: es proclive al futuro (Ruiz de la Peña), capaz de la sorpresa, de la invención, capaz de novedad. De novedad también sobre sí mismo, sobre su propia vida: el pasado no es para él una realidad definitiva, irreparable, irremediable.

De manera análoga a como antes hemos dicho que el pasado sigue vivo en el hoy, también el futuro está de algún modo contenido en el presente. No como ya predeterminado o prefijado, sino en cuanto que de algún modo el futuro tira de él hacia adelante, lo moviliza. La presencia estimulante del futuro en el presente se llama esperanza. El hombre pierde la esperanza cuando el futuro personal ha desaparecido porque ha dejado de ser interesante; la vida entonces se estanca y paraliza como aquellas películas antiguas de celuloide que al romperse dejaban proyectada en la pantalla la imagen fija del fotograma que había quedado atrapado. Si el futuro no existe, la vida pierde sentido.

La esperanza es, pues, el futuro anticipado incoativamente en el presente, que dinamiza los resortes vitales ya que el hombre entiende que no cualquier modo de vivir es adecuado si quiere tener disponible el futuro que anhela. El futuro no es para él un regalo, ni un feliz hallazgo casual, ni un triste e ineludible destino, sino una tarea; el hombre es constructor de su propio futuro. Por otro lado, conviene entender que nuestro hoy condiciona nuestro futuro; nuestro futuro es hoy. A quien pasa del presente le ocurrirá que, por eso mismo, el futuro pasará de él. En este caso la esperanza –si todavía se puede seguir llamando así a ese deseo inconsistente y efímero, incapaz de movilizar la vida– es vana, vacía: esperanza cero. El mejor modo de preparar el futuro no consiste en pensar obsesivamente en él, sino en vivir adecuadamente el presente.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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