El hecho de que la vida del hombre sea una realidad que se distiende en el tiempo, significa que aún no somos lo que hemos de llegar a ser. Por otro lado está el hecho de que la vida humana no está compuesta sólo ni principalmente de lo que a uno le pasa –aunque en la vida pasan cosas–, sino de lo que uno hace con aquello que le pasa. Hemos hablado de esa distinción que ya hacían los clásicos entre zoé –la vida biológica– y biós (la vida biográfica). La vida propiamente humana es biografía, vivir es estar metidos de lleno en cada momento en el cuidado de escribir la propia biografía. Aparece así la idea, tan sugerente como veraz, de la vida como relato. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Hace tiempo que la filosofía –particularmente la antropología– reparó en la consideración de la estructura narrativa de la existencia humana. Vivir es construir una historia, inventar cada uno su propia historia y contarla a los demás, mostrarla a quienes deseen oírla. A los hombres nos pasa lo que a Sherezade, la protagonista de Las mil y una noches: que para seguir vivos, cada día se ha de saldar con un cuento (Marín). ¿Recuerdan el argumento de esa historia? Un califa (en realidad son dos) es engañado por su esposa; como venganza, la mata y decide no volver a casarse, sino elegir cada noche una mujer, a la que hace matar de madrugada. Sherezade, la hija del visir, en contra de los consejos de su padre, se empeña en acudir a las sesiones nocturnas del califa y, ante el asombro de todos, no es ejecutada al romper el día. Esta situación se prolonga durante mil noches, al cabo de las cuales el califa termina casándose con ella. El medio empleado por Sherezade para sobrevivir es sencillo: consiste en contar al califa distintos cuentos que nunca terminan de madrugada, sino que siempre ocurre que el alba sobreviene en el punto más interesante de la narración. El califa, intrigado por el interés del cuento, pospone la ejecución para el día siguiente; y así un día y otro, porque apenas terminado un cuento, Sherezade comienza otro, con el que ocurre lo mismo que con el anterior, etc.

Vivir es, de algún modo, repetir la audacia de Sherezade: atreverse a inventar cada día la propia historia, la historia personal. Teniendo en cuenta también que también a nosotros –nunca mejor dicho– nos va la vida en ese empeño. Dos cosas fueron necesarias para que el intento de Sherezade resultara un éxito: el interés de los cuentos en sí mismos y la gracia y el estilo en la manera de contarlos. Sobre el interés cabe decir que la narrativa moderna –ya desde Chéjov, al menos– ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. No se trata de grandes relatos épicos, de realizar grandes hazañas, sino de caer en la cuenta de que lo verdaderamente interesante, lo prodigioso, es el hombre mismo. Lo prodigioso está ahí, con su apariencia de obviedad, de vulgaridad casi, pero hay que saber verlo. Ya advirtió Proust que “el verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en mirar con ojos nuevos”.

Esto contrasta con cierta tendencia a interpretar la vida como algo que nos viene desde fuera, que nos asalta desde el exterior. Ya se dijo con anterioridad que de esos dos elementos fundamentales y complementarios de la vida del hombre –lo que al hombre le pasa y lo que el hombre decide hacer con lo que le pasa– el específicamente humano es el segundo. Vivir es hacer un acto positivo sobre la propia vida, un acto de posesión y de dominio: poner las manos sobre lo que nos pasa y, como si fuera una masa, atraparlo y moldearlo. La aceptación sistemática y pasiva de lo que nos ocurre equivaldría a ausentarse de la tarea de construirse una vida. La pasividad, el asistir a nuestra vida como tan sólo de cuerpo presente, significaría la aceptación de ser nadie. Es esencial esa decisión, esa audacia para tomar posesión de la propia vida. Y como en todas las cuestiones prácticas en las que interviene el tiempo, también aquí se cumple que no tomar una decisión debida significa haber tomado ya una; hay decisiones que se toman por omisión, por inhibición.

La aceptación sistemática y pasiva de lo que nos ocurre equivaldría a
ausentarse de la tarea de construirse una vida

Una obra digna, bien hecha, valiosa

Que el hombre sea autor de su propia biografía significa que cada uno, al vivir, está decidiendo entre varias posibilidades de encarar su vida que se le presentan:

1. si desea escribir él mismo su propia vida o, a la vista de las dificultades que entraña, desiste y se la encarga a otros (los negros, escritores a sueldo de memorias y discursos por cuenta ajena, que se publican con la firma no del autor sino del patrón). La vida hecha por encargo es la vida aceptada pasivamente, en la que el sujeto renuncia en la práctica al dominio efectivo de los resortes controladores del propio vivir. Es uno de los modos de abdicar de la identidad personal, de no ser nadie.

2. si desea que su vida sea una historia personal, original, o se dedica a la productiva y fácil industria del plagio, de la copia. En este caso uno no se ausenta de su vida pero la convierte en una historia repetitiva y monótona, mil veces contada y escuchada, aburrida y pesada: la misma historia de siempre. Vidas estandarizadas conforme a los patrones sociales vigentes en las que cambia únicamente el nombre del protagonista (por llamarle de alguna manera, porque en realidad no protagoniza nada), pero no la peripecia, idéntica en todos los casos. Esto puede ocurrir cuando se aceptan acríticamente los eslóganes y consignas dominantes en el medio social. La opinión pública, la publicidad, los criterios sociales y las modas pueden no sólo influir –esto es lógico– sino también conformar sustancialmente la vida, las líneas decisivas del proyecto personal, que por eso mismo acaba teniendo muy poco de personal. También aquí se cumple, como en Biología, la ley de que quien se adapta tan completamente al medio que se uniforma con él, pierde la capacidad de sobrevivir a los cambios. La supervivencia está en ese equilibrio no muy definible entre adaptación e innovación. Para innovar, para no estancarse y hacer progresar al hombre, hace falta no agotar las energías en el esfuerzo de mimetizarse.
Ya se entiende que no se trata de hacer cosas que nadie ha hecho –la vida no es un espectáculo de circo, el “más difícil todavía“– sino de ser alguien que nadie hasta ahora ha sido; ni es cuestión de convertirla necesariamente en una tragedia, pero sí debería ser una obra digna, bien hecha, valiosa (junto a la tragedia griega, a los dramas de Calderón o de Shakespeare, no desmerecen las obras de Chéjov, en las que en apariencia no ocurre nada sobre la escena y en realidad ocurren muchas cosas).
Esta misma cuestión se puede estudiar desde el punto de vista –más clásico, con una mayor tradición en nuestra cultura– de la vida como representación, como acción teatral. Se trataría de saber:

3. si en la interpretación de sí mismo en que consiste vivir, uno va a ser el personaje, o sólo va a interpretar un papel (distinción de uso ya habitual y casi obligado desde Stanislavski y el Teatro del Arte de Moscú), es decir, si va a vivir o va a hacer como que vive. En el extremo negativo de esta posibilidad aparece la vida como simple recitación repetitiva de un papel, sin fuerza y sin pasión, aunque a veces con mucho acompañamiento de gestos: esa “historia sin sentido, contada sobre un escenario con mucha prosopopeya por un idiota“, de la que en su desesperación habla Macbeth.

4. si se va a renunciar al protagonismo para limitarse al papel, más cómodo, de comparsa. Es la renuncia a una vida plena, la aceptación de una vida sin dificultades ni sobresaltos; sin responsabilidad, pero también sin grandeza; sin riesgo, pero también sin esperanza. El resultado final de esa actitud lo expresa gráficamente el poeta:

Hice de mí lo que no supe
y lo que pude hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era,
y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando me quise quitar la máscara
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y miré al espejo
ya había envejecido.
Borracho, no sabía ya vestir el disfraz que no me había quitado.
Arrojé la máscara y dormí en el guardarropa
como un perro al que tolera la gerencia
por ser inofensivo.

(Pessoa)

Nadie vive dos veces, pero hay vidas repetidas hasta la extenuación (Gª-Morato), vidas cortadas en serie, intercambiables. Más que vivir, hay quien lo que hace es dejarse vivir o vivir desde fuera: la persona queda convertida exclusivamente en máscara, en apariencia sin sustancia, sin adentro (Alvira); la persona sin personaje.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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